El encorvado semidesnudo, mudo y puntiagudo, contiene en su aspecto brujesco partículas de melancolía, aura tierna, algo inexplicable, imperceptible a la vista y al resto de los sentidos conocidos, que produce pena, una punzada de pesadumbre por reconocer en él la eterna parte de todo. Camina por las calles de Zubieta con un borrico, un perro y una gigantesca rama de árbol, si no es el árbol mismo, y despierta sin querer el preludio de una anarquía salvaje, propia, que por otra parte ya tenía ganas de despertar y desentumecerse después de tanto tiempo. Al principio solo lo vemos a él, exhalándose entre turistas y no turistas, apareciendo y desapareciendo pueblo adentro, como distracción mientras los joaldunak de Zubieta se preparan para recibir a los de Ituren. Sin embargo, enseguida nos damos cuenta de que no solo está él, ya que pronto aparecen los otros.
Los otros van siendo cada vez más. Llegan de abajo y de arriba, por la espalda o de frente. Salen de allí y de allá, vienen y van. No hablan. No sonríen. Algunos arrastran el rigor mortis de pequeños animales de cuerpo entero (un perro, un zorro…) y otros solo muestran las vísceras y las pieles de carnes más grandes. Parecen ajenos a lo que les rodea, almas en pena que rehúyen el contacto con la vida, que quieren pasar desapercibidas, que solo saben caminar sin rumbo, apocadas. Pero eso solo es una ilusión, un vahído momentáneo, una treta tal vez. Sin más, enseguida enseñan su intención, que no es otra que la de molestar y espantar.
La ignominia con la que estos personajes de Zubieta tratan a los turistas va in crescendo conforme pasa la mañana, calentando su inicialmente moderado descaro con aproximaciones y labores engorrosas que obligan a los visitantes a dar varios pasos atrás. Más tarde, dicho descaro va desarrollando su carácter lanzando al gentío boñigas, pescado podrido y otros sólidos incómodos que dejan en la ropa olores y machas, y en los rostros mohínes de repulsión. Y aún queda la traca final, que acontece cuando los joaldunak terminan, por lo pelos, su representación en la plaza del pueblo. Entonces, como el estallido de la anarquía, vehículos de atronadores motores se abren paso entre la gente a base de amenazas de peligro de muerte, enmascarados de terror enarbolan sierras mecánicas nada tranquilizadoras, enormes petardos son lanzados indiscriminadamente, culos al aire participan en sodomías de temática política y, en definitiva, los comportamientos primitivos se desatan y no cabe en cabeza alguna que vaya a ser posible anudarlos de nuevo.
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