Es julio de 2001

Es julio de 2001 y un Oh là là con acento chicha flota en el París de principios de siglo. Desde las maisons y appartements que flanquean el Sena se escapa la dulce melodía de La vie en rose, que, decidida a dejar su huella en cada extranjero, baja hasta donde estamos nosotros y acampa en nuestros tímpanos y cerebros con una clara vocación de okupa. Tal es su insistencia, que al quincuagésimo quand il me prend dans ses bras acabamos por olvidar el Teide y a nuestras madres, y en cuestión de segundos ya estamos pronunciando gárgaras y jurando por el Arc de Triomphe. Una especie de súbito bienestar se apodera de todos los presentes, tanto de los políticos y técnicos del Ayuntamiento de Santa Cruz, como de los periodistas que los acompañamos. Ahora todo parece mejor. Todo está en su sitio. Los croissants adornan las cafeterías, la Tour Eiffel mantiene el tipo, los bateaux mouches construyen estelas y, encima, no hay nubes en el cielo. Pero, sobre todo, aquí estamos, para escuchar cómo va el proyecto de la playa de Las Teresitas de la boca de su autor, Dominique Perrault. Dominique Perrault se ha levantado esta mañana pensando en los canarios que en unas horas van a hacerle una visita a su estudio de arquitectura. Con un café au lait en una mano y Le Nouvel Observateur en la otra, repasa mentalmente cuánto le ha costado perfilar la nueva playa chicharrera. Cuántas reuniones, cuánto tiempo, cuántos viajes a Santa Cruz, cuántas entrevistas, cuántos problemas, cuántas llamadas internacionales. Pero ahí está. A punto de terminar el plan director de un proyecto del que luego presumirá en foros y exposiciones. Dominique Perrault nos recibe vestido de negro y nos pasea por su estudio, lleno de gente y maquetas. Comenta esto y lo otro, nos presenta a algún que otro pupilo español y, finalmente, nos sentamos en una mesa y empieza a hablar de Las Teresitas. Él lo tiene claro: “Las Teguesitas segá la mejog playaaaa ugbana del mundo”. Y todos sonreímos.

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