La pelea 142

Alfonso Jorge Frías en Casa Teo, un bar de Santa Cruz de Tenerufe dedicado al boxeo. Foto de Sol RIncón Borobia, hecha con Nikon D300S.
Alfonso Jorge Frías en Casa Teo, un bar de Santa Cruz de Tenerife dedicado al boxeo. Foto de Sol Rincón Borobia, hecha con Nikon D300S.

Frías se quita el reloj y aprieta las dos manos como si estrujara algo. Entorna sus ojos azules y frunce el ceño. Segundos después, relaja los músculos, sonríe y vuelve al presente. Acaba de explicar cómo se encoge el hígado de una persona cuando lo golpean con fuerza; cuando el contrincante esquiva un derechazo y aprovecha la ocasión para lanzar su puño de abajo arriba y hundirlo en las vísceras del otro. «Caes al suelo y no puedes moverte. Te hablan y entiendes todo lo que te dicen, pero la mitad del cuerpo está dormida y no puedes hacer nada: solo esperar a que se pase», dice. Así terminó para Frías la semifinal del campeonato de boxeo de los Juegos Olímpicos de México, en 1968. Se llevó la medalla de bronce. Momentos antes de subir al ring le habían advertido: «Ten cuidado con el mexicano, que tiene muy buen tiro al hígado». Años más tarde, un entrenador cubano le informó de que el truco para recuperarse de ese golpe es dar una especie de voltereta en el suelo, impulsándose con los pies. Así, el hígado vuelve a su forma. Desafortunadamente, el consejo llegó muy tarde; poco tiempo después de aquella pelea nació su primer hijo y se retiró.

Antes de convertirse en Frías, este chicharrero fue Alfonso Jorge Frías, el cuarto de los seis hijos que tuvieron Lola Frías y Juan Jorge. Impulsivo y siempre metido en peleas, de niño se asomaba a la ventana de su casa, en el barrio de El Cabo, en Santa Cruz de Tenerife, y veía a los boxeadores entrenar en el gimnasio de enfrente. Soñaba con ser como ellos. Más aún, sabía que iba a ser uno de ellos. «El destino de una persona está escrito. El boxeador nace», asegura. Y aunque era un excelente extremo izquierdo cuando jugaba al fútbol en Los leones de El Toscal, y a pesar de que hasta la selección se había fijado en él para el equipo infantil, lo dejó todo por el ring.

Al principio, Alfonso quiso mantener su afición en secreto para evitar disgustos a sus padres. Sin embargo, poco a poco, estos comenzaron a sospechar. De hecho, hubo un tiempo en que su madre no se iba a dormir hasta que lo veía entrar a casa y le examinaba la cara. Si no había heridas, suspiraba aliviada. Su hijo decía la verdad, no boxeaba. Pero tarde o temprano uno recibe un golpe e, irremediablemente, salen las moraduras. Así que, al final, sus padres descubrieron todo una de esas madrugadas en las que él regresaba a casa después de una competición. No obstante, ya no había vuelta atrás y siguió peleando contra viento y marea. A los 20 años consiguió el título de campeón de España amateur en la categoría de peso pluma. Era 1963. La prensa madrileña lo consideraba el mejor boxeador amateur de todos los tiempos. Si entonces se cobraban 300 pesetas por pelea, él era de los pocos al que pagaban 1.500 pesetas cada vez que se subía al ring. Eran tiempos de gloria. Llegó a ser seis veces internacional.

Y siempre a su lado, en lo bueno y en lo malo, su compañera de vida, Anita. De niños iban al mismo colegio y, tiempo después, coincidieron trabajando en la fábrica Flex, cuando él tenía 15 años. «Primero fui pretendiente, porque entonces las parejas no eran novios hasta que no iban de la mano. Es más, si se pasaban los brazos por encima de los hombros es que había algo raro», cuenta mientras se ríe. En realidad, todo era muy distinto en aquellos años. En aquellos años la vida se retrataba en blanco y negro, los guantes de boxeo se sujetaban a las muñecas con cuerdas y un barco tardaba siete u ocho horas en ir de La Gomera a Santa Cruz de Tenerife. Todo un sufrimiento para alguien que se marea.

Y eso Frías lo sabe muy bien. Cuenta que lo pasó fatal en uno de esos viajes que hizo en 1968, cuando entrenaba en La Gomera para el campeonato de Europa que se iba a celebrar en la plaza de toros de la capital tinerfeña. Hasta entonces, había participado en 141 combates y estaba entusiasmado con afrontar el siguiente. Así que, cuando llegó el momento de competir, embarcó feliz rumbo a Santa Cruz. Desgraciadamente, la travesía resultó horrible. Al pisar tierra se sentía morir. «Fue una estupidez viajar el mismo día de la pelea», dice. Pero lo hizo. Lo hizo y no le quedó otro remedio que enfrentarse a su adversario sin haberse recuperado de los estragos de las olas. En esas condiciones, perdió el combate. Perdió su pelea número 142, la última de su vida. Anita y él habían decidido hacía tiempo que el boxeo se acabaría en cuanto naciera su primer hijo, al que llamaron también Alfonso, «todo un manitas y un gran cocinero», dice con orgullo. Y aquella pelea fue la de la retirada. Bajó del ring y nunca más volvió a subir.

Alfonso Jorge Frías jugando al dominó en un local social del barrio donde nació, El Cabo. Foto de Sol Rincón Borobia, hecha con Nikon D300S.
Alfonso Jorge Frías jugando al dominó en un local social del barrio donde nació, El Cabo. Foto de Sol Rincón Borobia, hecha con Nikon D300S.

Frías dijo adiós y regresó Alfonso Jorge Frías, de profesión tapicero, como su padre. Montó su propia empresa, Tapizados Ucanca, que resultó un éxito, un negocio próspero. El qué pasó para que hoy tenga que sobrevivir con una pensión no contributiva es una larga historia que no quiere recordar. Prefiere centrarse en sus paseos por la playa de Las Teresitas, sus mañanas con sus hermanos, su ratito en Casa Teo -un bar de culto para boxeadores tinerfeños-, y en el dominó, su actual pasión. «El dominó te ayuda a desarrollar la mente. Tienes que estar muy concentrado y calcular qué tiene el otro», explica. Los sábados, a las cinco y media en punto, todas las asociaciones de dominó de Tenerife comienzan a jugar a la vez. Es un ritual. Las competiciones se hacen cada vez en un lugar diferente y siempre, siempre, terminan con un brindis por los amigos del dominó.

Alfonso ha superado con elegancia los días de boxeo. Los momentos en los que al oler los guantes impregnados del aroma del aceite de masaje se envalentonaba y subía al ring con ganas de noquear al contrincante. Ese olor es para él inconfundible e inspirador. Inolvidable. Y con estos recuerdos siguiéndole como una estela, sonríe de nuevo, se vuelve a poner el reloj, coge la bolsa de pipas que ha comprado y se va a jugar al dominó con su hermano Julián.

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