
Mientras me dirigía hacia la casa de Antonio Cubillo no podía pensar en otra cosa que en el verode que había metido en la maleta. En un par de días me iba a ir de vacaciones y un amigo me había dicho que sacar esa planta de Tenerife era ilegal. Pero ilegal, ilegal. Vamos, que como me pillara la Guardia Civil en el aeropuerto me iba a caer una que no veas. Así que, con el susto en el cuerpo y mientras subía la calle, empecé a ensayar excusas y a llenarlas de puntos suspensivos, a ver si entre pausa y pausa conseguía dar pena si me detenían. No obstante, tengo que decir que por mucha preocupación que tuviera con este asunto, no me iba a echar atrás. Se trataba de una cuestión sentimental. Mi tío Ángel, que vivió en la capital tinerfeña en su juventud, llevaba años pidiéndome un verode, ya que el que se llevó cuando abandonó la Isla se heló en uno de esos inviernos navarros que tanto molan. Por eso, y aunque me costara una multa, estaba decidida a llevarme aquella ramita pasara lo que pasara, calculando mi valentía muy por lo alto. Y fue así, con una semineurosis leve y sopesando el delito que cometía, como llegué hasta la casa de Cubillo. El independentista canario me recibió en su despacho de abogado, una habitación abarrotada de libros y papeles, encajada a duras penas en su hogar, en pleno centro de Santa Cruz de Tenerife. Casualmente, si me encontraba allí también era a causa de mi tío Ángel. Ellos dos se conocieron durante las elecciones europeas del 89, cuando mi tío y Karmelo Landa vinieron al Archipiélago a dar un mitin. Las cosas de la vida. Más de dos décadas después, ahí estaba yo, trajinando con sus saludos y sus recuerdos, mientras la noche me caía encima. Finalmente, Cubillo cogió uno de sus libros, Trópico Gris, lo dedicó a mi tío y me pidió que se lo llevara.
–¿Y tú de dónde eres?, me preguntó como despedida.
–De Navarra
–Sí, tienes cara de vasca.
Callé. Cubillo se equivocaba. Lo que él interpretó como gesto vasco sólo era fastidio. El asunto del verode me preocupaba de veras. De hecho, ya que era abogado, quise comentarle el caso. Preguntarle si podía embarcar un endemismo canario vía Madrid. Y a punto estuve de soltarle la interrogación, cuando me encontré con su mirada. Aquella mirada que parecía decir: ¿Te decides a hablar o no? Y, nuevamente, callé. “Ni de coña”, pensé, “prefiero irme con la duda”.