A Paco Padilla se le presentó la crisis en casa y lo pilló sin haber pasado antes por el cuarto de baño. No hay nada que fastidie más que eso: un timbrazo de buena mañana, cuando uno no ha hecho más que poner la cafetera y rascarse la cabeza. Pero las cosas vienen como vienen, y eso es justo lo que ayer le pasó a Paco Padilla. En cuanto oyó que llamaban a la puerta, se asomó discretamente por la ventana y se quedó helado. Allí abajo había un montón de gente esperando. Durante uno segundos no supo cómo reaccionar. No podía mover las piernas. No se atrevía ni a respirar. Instintivamente miró con tristeza la puerta del cuarto de aseo. ¡Cuánto daría por haber pasado por ahí antes de la visita! Pero ahora ya no le daba tiempo. Ahora tenía que atender a todas aquellas personas, una por una, sin haberse siquiera mirado al espejo ese día. Y, la verdad, le hubiera venido de maravilla poder haber hablado consigo mismo frente a frente. Haber podido prepararse un poco. Si eso hubiera sido posible, si el cielo le hubiera dado esa oportunidad, hubiese ensayado un discurso, unos gestos amistosos, una mirada amable… Pero no. Tendría que improvisar. Cuando puso el anuncio de se busca personal para el verano pensó que se presentarían unos cuantos desempleados, pero no 600. Los negocios que iba a abrir en el Parque Marítimo de Santa Cruz daban para 20 o 30 puestos de trabajo, nada más. El timbre volvió a sonar. Paco Padilla se encogió de hombros, lanzó un suspiro, bajó las escaleras y abrió la puerta. En cuanto las bisagras giraron, un golpe de aire caliente le dio en el rostro y le provocó fiebre. Durante unos segundos volvió a pensar en su cuarto de baño. “Así que así están las cosas en Santa Cruz”, pensó. Y comenzó a recoger currículos y, sobre todo, a escuchar historias. Historias de familias en paro, de hijos que alimentar, de carreras universitarias inútiles, de edades mal vistas por las empresas, de hambre, de alquileres e hipotecas, de la reforma laboral, de Rajoy, de España. Al terminar, cuando todos se marcharon, Paco Padilla cerró con llave y subió las escaleras. Una vez arriba, volvió a mirar la puerta del excusado. Sin embargo, ya no le apetecía entrar. “¿Para qué?”, concluyó.