Cuando el pasado viernes llamé a la Cooperativa Mararía (empresa que cobra del Ayuntamiento de Santa Cruz por cuidar a personas mayores) para confirmar cadena y candado, me atendió una mujer de voz suave y morosa que aseguró ser la secretaria de todo aquello. Yo, por mi parte, hacía tan sólo unos segundos que le había lanzado de carrerilla mi habitual presentación, que es una presentación a lo pobre, consistente en decir que soy periodista de La Opinión de Tenerife y luego proporcionar mi nombre y mis dos apellidos. Lo de los dos apellidos es de suma importancia para mí, porque si me planto en el primero, que termina en -ón, siempre me da la sensación de hablar en broma, como en verso de mala rima. Así que, para cuando ella acabó de describirme su cargo, asegurarme que nadie le había comunicado el cierre de su trabajo y advertirme de que no iba a escupir nada más, las dos sabíamos muy bien a qué atenernos. Con estas lanzas como armas, lo normal en estos casos es relajar conversación y acercarse al prójimo como quien no quiere la cosa, con cierta pereza incluso, pero metiendo preguntas entre risita y risita para ver si una acaba por caerle bien al interrogado y sacar provecho del minutaje. Pero no sé por qué, en aquella danza no había ritmo ni música. Y, para no acabar por pisarnos la una a la otra, opté por retirarme en amarga derrota. Derrotada y recelosa. Sobre todo, recelosa. Porque, para ser sincera, hay algo que no entendí de aquella conversación tan ajena a la normalidad. Y es que la secretaria de pausado y dulce hablar no quiso decirme el nombre de la presidenta de la Cooperativa Mararía.
–Bueno, pues nada. Si eso llamo más tarde, cuando haya llegado la presidenta. Por cierto, ¿cómo se llama?
–No se lo puedo decir.
–¿No sabe cómo se llama la presidenta?
–Sí, pero no le puedo dar su nombre, y menos aún a la prensa.
–¿Por qué? Si no me lo da usted, me lo darán en el Ayuntamiento o lo busco por Internet.
–Pues inténtelo por ahí, pero yo no se lo puedo dar.
Colgué el teléfono y pensé que eso sí que era raro de narices. Porque, que yo sepa, ni Priscila ni Rodríguez tienen rima perversa.