Algunas noches, no muchas, cuando regresaba de mis veladas zaragozanas y abría la puerta del piso donde vivía, me encontraba en el pasillo tres o cuatro cucarachas que, asustadas de mis zancadas, se ponían a correr hacia donde Dios les daba a entender, resbalando por el parquet y desapareciendo a toda leche de mi vista. Yo, desde luego, andaba más acobardada que ellas y la mayoría de las veces pasaba bastante de perseguirlas. Cada vez que me las topaba, simplemente me metía directamente en mi cuarto, renunciando a cualquier expedición a la cocina o al baño, aguantando ganas como buen soldado. Hasta entonces, ni me imaginaba que pudiera haber cucarachas dentro de las casas. Jamás había visto semejante cosa. Pero peor fue cuando vivía en Los Gigantes (Tenerife), en un apartamento mecido por el mar, con La Gomera en frente y un turismo de pura raza aparcado fuera. Por aquel entonces, una familia de cucarachas de buen ver, con jefe adscrito a la manada y todo, ocupaban la trasera de la nevera, supongo yo que disfrutando del calor del motor o algo así. El caso es que esas no salían nunca de allí y sólo las veía de lejos y por las justas, cuando abandonaban el resguardo del electrodoméstico y pisaban un poco de pared. Pero, en general, eran sombras en la noche, compañeras respetuosas y de buena educación, que tenían la decencia de no ponerse en mi camino. Un año más tarde me trasladé a Santa Cruz, capital de curianas. Y aquí, aunque no entran a casa, voy sorteándolas por la calle como quien esquiva minas. Hay tantas por la ciudad y sus edificios, que hasta existen informes de los sindicatos municipales advirtiendo de la presencia de estos bichos en las oficinas de la calle General Antequera, donde los documentos salen de las impresoras con cucarachas aplastadas como sello y donde los vigilantes no las pisan, sino las abaten. Por eso, siempre me alegro cuando al Ayuntamiento le da por fumigar. No obstante, este año ha advertido de que ahora utilizará productos químicos menos tóxicos para el personal, pero más crueles para las cucarachas, ya que tendrán que acostumbrarse a morir lentamente. Justo lo que yo quiero. Verlas agonizar por las aceras, borrachas de veneno, desorientadas y torpes.