Benijo o el golpe de la ola

Nunca antes me había golpeado una ola de forma tan rotunda como el sábado pasado en la playa de Benijo. Cuando el ataque, yo estaba de pie en la orilla y, del empujón, caí de rodillas, como en rendición. Y así, en un segundo, el mar saldó cuentas por la espalda y yo me despejé a lo grande, ya que lo inesperado del embate borró de un plumazo los vestigios de mi siesta. Y no me quejo. Al contrario. Gracias al empellón comencé a pasarlo bien. Porque, la verdad, hasta ese momento aquel lugar tampoco estaba siendo para tanto. El objetivo de ese día era encontrar una playa de oleaje y cielo inciertos, malhumorada a ser posible, abierta de par en par al Atlántico, y con el entorno más natural del catálogo chicharrero. Por eso pensé en Benijo: el lugar donde todo termina, el rincón del fondo, el último trazo de la última curva, la meta. Desgraciadamente, de eso nada. Allí las cosas no tocan final alguno, sino que se desenvuelven en el caos de los comienzos, en el desorden de todo inicio que se precie. En primer lugar están los oteadores. Personas que plantan sus coches como quien planta un edificio de viviendas en primera línea de playa. Una vez instalados en la atalaya, extendidos sus toldos y colocados sus fogones, sillas, mesas y sombrillas, no hay hueco por donde meter las narices ni paseo por donde pasear. Por supuesto, no tienen la culpa. No hay nada que les prohíba hacer camping. Pero la realidad es que, al ocupar el balcón, todo intento ajeno de disfrutar de las vistas es en vano. Así que no queda otro remedio que bajar hasta la arena, que es un traspiés continuo, un resbalón de lo más tonto, una herida en el tobillo. En resumen, es cualquier cosa menos bajar a la playa. Y durante el descenso, a derecha e izquierda hay de todo y todo abandonado: platos y vasos de plástico, cubiertos rotos, frascos, papeles, restos de comida, recipientes vacíos. La playa de Benijo, descuidada y maltratada, sin servicios públicos donde aliviar vejigas, sin zonas reguladas de aparcamientos, sucia y despreciada, es, en resumen, oportunidad perdida. Al menos le queda su oleaje, un sentido del humor tan ácido que he decidido volver.

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