Yo llegué a Tenerife en el invierno de 1997, directamente desde Bilbao al sur de la Isla. Llegué con la felicidad de los 26, pero también con medias y jersey, lo que me garantizó una entrada a Los Gigantes de lo más comentada por turistas y locales. Aparte de mirarme raro, no creo que nadie me señalara con el dedo, pero vete a saber. El caso es que, a mí, toda aquella atención me daba más bien igual. No era la primera vez que aparecía en un sitio con la ropa equivocada. Y eso que aquel día salí de la Península bien aconsejada: “Guapa, en Canarias te sobrará el abrigo aunque estemos en pleno diciembre”. Y no lo dudé. Pero tampoco acaté a pies juntillas. Eché mis propias cuentas y deduje que no sería para tanto. Que, al final, el consejo aquel resultaría como cuando en Zaragoza me dijeron: “La Universidad está ahí mismo, mujer. Caminando se llega sin problemas”, y dos horas después alcancé mi destino con el impulso de juramentos. Sin embargo, me equivoqué. En realidad, me equivoqué tantas veces en el sur de la Isla… Por ejemplo, me equivoqué de idioma. La primera mañana que salí de mi piso en Los Gigantes, crucé la calle, me metí en el bar de enfrente y pedí un café con leche, el camarero me soltó un “¿sorry?” tan condescendiente que sentí que me apadrinaba allí mismo por pobre y extranjera. Con el paso de los meses, hice buenos amigos. Todos con más de diez años de residencia en Tenerife, y todos sin idea de español. Así que pasé parte de 1998 hablando en inglés, pensando en inglés, riendo en inglés y olvidándome de España. Aprendí incluso a dormirme en inglés. Y es que al lado de mi casa había un garito anglosajón que ofrecía concierto todas las noches, y con el mismo repertorio: empezaba con Sinatra y terminaba, indefectiblemente, con Sweet Caroline, de Neil Diamond. Mi vida allí, como novedad, no estuvo mal. Pero no era lo mío. Enseguida quise trasladarme a la capital. Santa Cruz se convirtió en mi objetivo, en un ideal, en la tierra prometida. No tenía ni idea de cómo era la ciudad, pero en mi cabeza era grande y española. Y a mí eso me bastaba y me sobraba entonces. Luego no. Luego empecé a pedirle más, como todos. Y así sigo, madurando mi relación con esta capital, con la que tengo mis más y mis menos, pero que, en definitiva: Sweet Caroline, good times never seemed so good.