Cuando era una chavala puse fecha de caducidad a mi vida. Sin más, un día se me metió en la cabeza que no llegaría a los 30, y jamás permití que me lo discutieran.Yo, en este asunto, iba muy en serio y no me quedó otro remedio que planificar mi futuro en torno al tiempo que me quedaba. Hasta mi madre se vio obligada a mantener el tipo y escucharme cada vez que yo presentía mi final, que era a menudo. Afortunadamente, el paso del tiempo me vino a decir que yo erraba en mis cálculos, y cuando llegué a la treintena rememoré mi empecinamiento infantil con cierto cariño pero, sobre todo, con mucho alivio. Hoy en día, alcanzada la perspectiva temporal que determina mi DNI, puedo afirmar que aquella vez fue la única vez que me he atrevido a apostar todo por la certeza de una fecha. A partir de entonces, dudé de todas las que me dieron y de todas las que me impuse. Por ejemplo, en lo que se refiere a SantaCruz nunca creí en losplazos iniciales que los políticos lanzaron con respecto a proyectos como los de las playas de Valleseco, Las Teresitas y Las Gaviotas. Tampoco me tragué las fechas relativas a la transformación del litoral de la ciudad, ni tantas otras que se publicaron sobre la finalización de las obras interminables que se han hecho aquí, como la de la Plaza de España, el Barranco de Santos o la peatonalización del centro. Si algo tiene esta profesión es que te vuelve completamente escéptica, recelosa de la política y sus milongas. Con el recién bombazo del rescate pasa igual. Ahora que todos somos más listos a base de enterarnos de los sueldazos, prerrogativas y trampas que manejan banqueros, políticos, urdangarines, jueces y empresarios, cada vez nos importan menos las fechas. En septiembre de 2008, el comisario europeo Joaquín Almunia tuvo que contener la risa cuando explicó que la crisis no se iba a terminar en dos meses, como decían algunos expertos, de los que ya me gustaría saber a mí sus nombres. Casi cuatro años después, el mismo comisario informa hoy de que el rescate a la banca española costará 8,5% de intereses anuales. Con este panorama, al primero que se le ocurra preguntar cuándo acabará la crisis le muerdo un dedo.