Santa Cruz adolece de taponamiento de oídos cuando se llega de una tirada desde lugares más altos. Los conductores que entran en la capital dejando estela por el Norte, en cuanto paran en el primer semáforo inflan mofletes y se llevan los dedos a la nariz. A mí me solía hacer gracia la estampa. Pero eso era antes. Ahora llevo varios días con dolores de hueso temporal por bajar del Teide sin sincronizar presiones. Por eso, además de las molestias físicas, oigo más bien poco. Los sonidos me alcanzan amortiguados, edulcorados, pidiendo permiso y perdiendo fuerza a cada paso que dan. Lo bueno de todo esto es que se agudizan otras habilidades, como la concentración en lo que se ve y se lee. Ayer sin ir más lejos, mientras expulsaba aire por las orejas para destaponar silencios, me persuadió sobremanera una columnilla en el periódico en la que otra vez se informaba del encarecimiento de algunas multas municipales. La que hace más sangre es la relativa al lanzamiento de papeles y colillas en la vía pública, que sube de 30 a 150 euros el escarmiento. El Ayuntamiento también hace caja por pegar carteles en lugares no autorizados y dar de comer a gatos, perros y palomas, entre otras conductas. Y aunque asimilé estos renglones como una dama mientras insistía en taparme la nariz y cerrar la boca, seguía sin poder salir de mi retiro auditivo. Así que decidí pasar definitivamente de las conversaciones y hundirme aún más en la lista de sanciones para incluso memorizarlas y tener algo de qué reflexionar en el café. Fue entonces cuando me di cuenta de que faltaba algo en ese catálogo de castigos. Algo que, por ejemplo, en el municipio de Güímar está penalizado con 700 euros por flema. Me refiero a propulsar esputos, que aunque a veces vienen embellecidos por prescripción médica y otras son una especie de ansiolítico para futbolistas, lo cierto es que me tienen agobiada cada vez que me pasan cerca. Y sin ánimo de inspirarme en el pasaje escatológico que Joyce reservó para Leopold Bloom en su Ulises, resumo rápidamente que sólo de oír el llegar del gargajo me pone los pelos de punta y ni pienso describirlo aquí. Únicamente diré que al recordar este carraspeo indecoroso, de repente preferí andar taponada por la vida, casi sorda.