Antes, si tenía que tropezarme con algo lo hacía con los adoquines del centro de Santa Cruz, que para eso están. Pero ya no. Lo que se lleva ahora es tropezar con manifestaciones y otros actos de protesta, que es como tropezar con una misma y sus circunstancias. Al final, estoy segura de que un día que ande algo despistada acabaré perdiéndome en una manifestación cualquiera, y ya me veo somatizando pancartas como si me fuera la vida en ello, que, por otra parte, seguro que me va la vida en ello. Los problemas de los demás acaban siendo de todos, de una u otra forma. En pocos días, en la capital ha habido abucheos por los recortes a los funcionarios, por el cambio de las líneas de guaguas del transporte público, por el tijeretazo a la educación, por los desahucios, por la falta de ayuda a las guarderías, por el abuso policial… Y el miércoles hubo hasta una vigilia frente a la Subdelegación del Gobierno. Volvía a casa por la noche cuando me encontré con un grupo de personas a pie de escalera, con velamen a toda llama y la seriedad pegada al rostro. Se trataba de un desvelo de fuerte cafeína: la reforma laboral. Allí estaba aquella gente, quejándose a su modo de la revisión a la baja de los derechos de los trabajadores, y yo pasando a su lado con cara de cena y cama. Definitivamente, en Santa Cruz tocamos como mínimo a dos manifestaciones por día. Próximamente serán más. Tantas que no podremos distinguirlas ni con gafas de ver de cerca. Apuesto a que en mis apuntes mezclaré pitas y consignas, y rebotaré de protesta en protesta hasta que todo estalle de una vez por todas. Esta misma semana, el escritor tinerfeño Fernando Delgado consignó a pecho descubierto que sin violencia no habrá forma de salir de esta crisis. También Arturo Pérez-Reverte vertió el futuro sin edulcorantes: en este país, o se aprende inglés para buscar trabajo fuera o se aprende a fabricar cócteles molotov.Y ya sean medio en broma o medio en serio estas afirmaciones sin pelos en la lengua, yo tiendo más a respirar cine negro que musicales.