El recelo

Por si al día siguiente no me acordaba, yo tenía un método infalible para saber si me lo había pasado bien en un concierto. Sólo debía levantarme de la cama, o de donde fuera sobre lo que había caído, y mirarme al espejo. Si llevaba el pelo rizado, la noche había sido de lo más grande. Pero si mantenía el liso de la peluquería, la cosa había estado floja. De hecho, si conservaba el alisado es que la memoria no la había perdido entre bafles, sino más tarde, en algún otro lugar. Todavía recuerdo mi primera permanente a lo groupie. No creo que tuviera más de 18 y andaba colgada por alguno de los hermanos Cano –a saber cuál– así que me fui a la plaza de toros de turno, me coloqué cerca del escenario y me agarré al concierto como si fuera el último. Entre los saltos, el calor, la gente, los flirteos y la bebida, mi pelo planchado fue capitulando mechón a mechón, y de esta manera comenzó la leyenda del rizo. Aunque aquellos días se apearon años atrás, en la segunda o tercera estación de mi vida, hace unas semanas los rememoré de sopetón: Rock Coast me ofrecía una oportunidad de volver a las andadas, aunque sólo fuera por tres noches. Si descarté la tentación fue por falta de suelto. Demasiado caro para mi bolsillo, aunque comprensible con tanto concierto programado y tantos buenos peluqueros. Vamos, que de haber tenido dinero los tirabuzones estaban asegurados. Pero las deudas son las deudas y yo me resigné con lo mío. Sin embargo, al acercarse el festival y ver que, de repente, por el precio de una entrada regalaban otra, la resignación se convirtió en recelo. Si mal no recuerdo, lo normal por esas fechas es que lo que rule por los callejones sean las reventas y no el dos por uno. Algo estaba pasando, seguro. Finalmente, la confirmación de la sospecha llegó ayer de la mano del anuncio de una tienda de ropa: por compras superiores a 18 euros te llevabas a casa una entrada para el Rock Coast. Es decir, que si adquiría una camiseta o algo así, me empaquetaban por la jeta a Cypress Hill, Sepultura y Ben Harper. Y eso sí podía hacerlo. Así que metí la mano en el bolso, saqué la cartera y, justo cuando iba a pagar, me enteré de la cancelación del festival. La crisis, pensé. Se me había olvidado la dichosa crisis, el paro, los desahucios y los bancos de alimentos.

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