Pisar freno cuando uno va a gusto a 200 kilómetros por hora y hace curvas que perdió el fular por la ventanilla debe ser como atragantarse de mala manera o como encontrar la salida de emergencia cerrada o como llegar al final de Nietoschka Nezvanova, de Dostoievski. Como mínimo, se te tiene que fruncir el ceño. Eso, si se es capaz de aguantar la buena educación varios minutos sin respirar. Que, si no, lo más probable es que uno levante el dedo por el retrovisor y santas pascuas. Yo supongo que algo así ha tenido que sentir el propietario del puesto de pescadería del Mercado de Santa Cruz que un día quiso superar la crisis dando de comer y beber a sus clientes para que degustaran sus pescados y marisco, y que ahora se encuentra con un expediente sancionador por no tener licencia para esa actividad. Las cosas le iban sobre ruedas y a pedir de boca, cuando la ley puso el radar, encendió sirenas y lo obligó a parar en el arcén. Así son las cosas. Pero, analizando este caso de supervivencia, apuesto por revisar las normas del Mercado y flexibilizarlas para que la sangre fluya y no haya gangrena. La guerra es la guerra y, si hay que combatir la crisis, mejor hacerlo con buenos trabucos. Los corsés pueden ser muy agobiantes y un incordio cuando se trabaja en las barricadas. Ahí va, pues, mi envite: Otro mercado es posible sin que pierda su esencia. Arriesgo mis palabras en este tapete. Tampoco tendría problema en tragármelas si pierdo. Bajan bien con vino. Pero, al menos, hay que dar una oportunidad a la innovación intramuros y abrir la polis sin miedo, bajar el puente para que entren otros aires.