El Torpedo

Hay un veterano de Chamorga que no oye bien, pero habla alto y claro y se enfada con la rapidez del galgo. Debe ser a causa de la velocidad con la que suelta la rabia por la que no hay boina que le aguante en la cabeza. Yo lo conocí así, destocado, hace dos o tres semanas, cuando tomaba el fresco en una bancada anexa a la parte exterior del bar de ese barrio alto de Anaga. Fui hasta allí para preguntar por la calidad del transporte público y no sé cómo acabé anotando en la libreta las medidas del torpedo que ese hidalgo mandaría como regalo a la clase política. Mientras envolvía semejante obsequio y le hacía lazo y todo, yo lo escuchaba esputar esa ira entrañable que caracteriza a los mayores a los que no se les puede entrar con un perfumado y enchaquetado apretón de manos y salir indemne. Se quejaba amargamente del mal estado de las carreteras de la zona y del desaire del Ayun- tamiento, del Cabildo y de todo dios. Perro viejo, hablaba indiferente al rebatimiento. En cuanto a mí, ni me atreví a dudar. Momentos antes yo misma había pulverizado un caramelo al primer golpe de bache, así que no había nada que objetar. Sólo dar gracias porque no hubiera sido mi lengua. Sin meter baza en el monólogo, recogí sus quebrantos a bolígrafo, marqué los tramos de asfalto estropeado, los accidentes que se ven venir y los que pasaron, y cerré el cuaderno. No había mucho más que decir ni que preguntar. Son problemas que vienen de lejos, olvidados por los magníficos gestores de por aquí, problemas casi indelebles, como los estigmas de la carne o los huecos del ánimo. Pasados los días, distraída en otros cortejos, ya casi me había olvidado del fiel escudero de Chamorga cuando ayer me enteré de que los pueblos de Anaga han pedido al Ayuntamiento que les abarate el impuesto de rodaje porque los rotos de las carreteras estropean neumáticos, revientan ruedas, dañan amortiguadores e impiden el libre acceso a ciertas zonas. Yo me apunto a esta cadena de justicia, como un eslabón más del macizo verde, engranada y encajada en los lamentos de aquel hombre que conocí en el preciso momento que imaginaba un torpedo sobrevolando el monte.

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