A veces, Santa Cruz es como una novia torpe que avanza hacia el altar sin mucha seguridad y, en su torpeza, se hace un lío con los pies, se pisa la cola y se cae de bruces. Después, tras sabotearse ella sola la marcha nupcial, se levanta del suelo y se da cuenta de que se ha roto varios dientes, de que el vestido está manchado de sangre y de que al novio se le acaba de escapar una mirada furtiva e involuntaria hacia la puerta de atrás. En ocasiones, Santa Cruz es así; una ciudad para adentro, ensi- mismada en sus complejos y quebrantos, desconocedora de su arrojo, cegada por el oro y el moro, atolondrada, autolesionada. De esta forma, pecadora en lo moderno y en lo antiguo, ha ido come- tiendo desaciertos a lo largo del tiempo como el montañero que se bebe toda el agua en los primeros diez minutos del ascenso. Si vamos al capítulo MMII de esta capital escrita a trompicones, veremos cómo se perdió la oportunidad de coger el destemplado barrio de Cabo Llanos y convertirlo en ar- quitectura fotografiable y en urbanismo de convivencia, en lugar de en un compartimento de fondo de armario lleno de cajas de fósforos. Pero, pecados actuales al margen, si ojeamos episodios más viejos nos toparemos con otros ejemplos de ceguera, como el abandono del cuartel San Carlos. El edificio, que podría haber sido arreglado en tiempos de precrisis y rezumar rentas ahora, ha estado durmiendo el sueño de los ruinosos durante demasiados años. Santa Cruz, de nuevo tropezando consigo misma, jamás supo ni quiso sacarle provecho a la historia de este edificio, hecho a regañadientes por el ingeniero Luis Muñoz y Fernández, quien además escondió en sus muros una arqueta con contenido. Descubierta en 1978 por el teniente coronel Manuel Padilla, por fin se supo lo que guardaba en su interior: un diario con las desventuras que Muñoz y Fernández sufrió durante la construcción del cuartel, y varias semillas de trigo, periódicos, monedas y botellas de vino de la primera mitad de 1800. Pero ahí se quedó todo, no se sabe muy bien dónde, ni si alguien se pimpló el caldo rojo, se agenció la guita y plantó la simiente en jardín privado.