Recuerdos a Anaga

Anaga es un largo trayecto de curvas y paisajes, silencio y sombra, donde el ruido de la ciudad, ubicada allá abajo, se siente incómodo y extranjero. Sienta bien dejarse caer de vez en cuando por ese macizo y simular que haces otra vida, que tienes otras opciones. Las personas que viven en esos barrios altos son como todas las demás, sin mejores ni peores cualidades, pero envueltas en un papel de regalo distinto, embaladas en cajas específicas, dispuestas en otro orden de convivencia. Tampo- co los acentos de esas zonas de montaña difieren de los que circulan por el asfalto de la urbe, pero las sílabas que refuerzan sostienen una especie de sosiego que, aunque sólo es aparente, a veces cuela y reconforta al foráneo. Lo de colar o no colar ya depende en gran medida del punto de vista del visitante, de lo que quiera tragarse, de su estado de ánimo, de las ganas que tenga de escuchar, de su nivel de acarreo de la vida. Porque, Anaga, como toda casa, también tiene rincones donde se acumula el polvo, bombillas fundidas y muebles cojos. No todo son magníficas vistas ni trato amable. Sus gentes, como todo hijo de vecino, desahogan problemas y pesadillas en forma de carreteras rotas, barrancos taponados, accesos complicados, escasez de servicios públicos, mala cobertura de telefonía móvil o negocios cerrados. Sí, el macizo de Anaga es muy bonito, pero tiene reúma y otros achaques que la política no sabe o no quiere curar. Da la sensación de que el parque natural más grande que tiene Santa Cruz se sostiene por méritos propios y poca ayuda ajena. Si no llueve, no hay papas; si diluvia, no hay accesos; si se estanca un barranquillo, el agua se desborda; si se ponen escalones en los paseos rurales, se dificulta al agricultor el paso con carretilla. Son ejemplos que han ido publicando los habitantes de Anaga a los cuatro vientos y que se alejan mucho de los buenos momentos que pasan los visitantes allí arriba. Por mi parte, ya sea porque ayer me di una vuelta por uno de sus barrios o porque me tomé un café con parroquianos del territorio, me apetecía mandar re- cuerdos a sus gentes desde el papel, que todo lo memoriza y todo lo aguanta.

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