Santa Cruz es ciudad de presagios. No de grandes presagios. Ni siquiera de presagios de rápido desenlace. Pero, al menos, las pistas que suele dejar esta capital sobre lo que está por venir no son mediocres indirectas o eufemismos que, de tan delicados, se evaporan en segundos. Al contrario. Tienen su peso, su propia manera de repartir las cartas. Lo único que hace falta es saber cazar al vuelo esos vestigios y atreverse con una predicción razonable. Yo me encontré con uno de esos augurios hace unos días. O eso creo. En cualquier caso, lo sea o no, lo hice subjetivo y lo bauticé así. Se trata del escaparate de una tienda de tecnología puntera por la que paso tres o cuatro veces al día de camino al trabajo o a casa. No suelo detenerme porque esa clase de tentaciones, ya se sabe, son caras. Sin embargo, a veces, hay algún ordenador, móvil o cámara de última generación que me llama la atención y, entonces, me entretengo. La carne es débil. Pero no es eso lo que vi ayer. En realidad, lo que hizo que me parase en seco no tiene nada que ver con la tecnología a la que me ha acostumbrado esa tienda. En el escaparate habían colocado varios megáfonos de distinto precio y tamaño, de frente y de perfil, en horizontal y vertical. Megáfonos. Así que pensé: Santa Cruz se prepara para gritar, se arma para lanzar eslóganes y quejas, se equipa para pedir ayuda. Con casi 28.000 parados, sueldos más bajos, condiciones de trabajo precarias, menos esperanza y más ceños fruncidos, parece que la última manifestación no ha sido nada en comparación con lo que barruntan mis huesos. La aparición de estos megáfonos en un escaparate tan exclusivo me pareció un auténtico presagio, y si mi sospecha concuerda con la de los propietarios del negocio, son tipos listos. Los chicharreros van a necesitar muchos altoparlantes para hacerse oír. No entiendo de estos aparatos, pero los que vi de tamaño medio costaban casi 50 euros. Es decir, el kilo de lamentos y críticas va a cinco billetes de diez, con una potencia más que aceptable. Suficiente para alcanzar, como mínimo, el último piso del edificio más alto de la ciudad y remover alguna conciencia.