Santa Cruz es señorita. Y, como las buenas chicas, se sienta en su balancín y coge impulso con las delicadas puntas de sus pies hasta donde da de sí la cadena, que no es más allá de los cuatro metros sobre el nivel del mar de la plaza de España. Luego, suelta amarras y se deja llevar hacia adelante y hacia arriba, sin sobrepasar nunca los 750 metros de altura. Y así, encorsetada entre estas cifras, obligada a hacer régimen para no reventar sus 150 kilómetros cuadrados de hilvanado encaje, va completando ciclos de vida con algunos capítulos cadenciosos, que son los que, como he dicho, me tienen asombrada. Yo suelo comparar estas repeticiones chicharreras con el acto de lanzar un libro al cielo con tantas ganas que hay tiempo de sobra para entrar en un bar, tomarse un café, charlar con el de al lado, volver a salir, sacudirse el polvo de la americana, extender las manos, atrapar el libro, leerlo un poco y lanzarlo de nuevo, a ver si entre tirada y ti- rada podemos completar el día. Bien. Dicho esto, toca poner un ejemplo. Y qué mejor prototipo de estribillo que el Plan General de Santa Cruz. Ya se hablaba de modificarlo en el 99, cuando llegué a esta ciudad. Recuerdo a un alcalde empeñado en cambiarlo. Y aún veo como si lo tuviera delante al ilusionado equipo encargado de redactar el futuro urbanístico y económico de la urbe. También siento todavía los dolores de cabeza que tuve tratando de entender las clasificaciones del suelo, los trámites de aprobación del Plan, los niveles de protección del patrimonio, qué era un ámbito y una unidad de actuación o cuándo se podía hablar de expropiaciones y cuándo no. Eran tiempos en los que al PGO se le llamaba todavía PGOU. En fin, muchos tecnicismos que ya he olvidado o que se me cayeron del bolsillo en uno de estos balanceos en los que el Plan General se mece desde hace 13 años.