La gente repugnante y el desencanto del 181

Plásticos en la playa de Hossegor. Foto de Sol Rincón Borobia, hecha con iPhone 11

La lluvia amenazaba con caer sobre la playa de Hossegor el pasado 22 de febrero. Desde nuestro apartamento, observábamos cómo esa parte de costa de Nueva Aquitania que el día anterior se nos mostró animada por paseantes, perros y surfistas, ahora había cerrado su soleado paréntesis y volvía a retomar su frío y solitario discurso gris.

Aún así, se trataba del mar.

Se trataba del mar, de un mar ruidoso y salvaje ese día. Pero, más que eso, se trataba de la sensación que solo se consigue a orillas de un océano en temporada baja, caminando a su vera con abrigo, gorro y guantes, y con un amago de tormenta sobre tu cabeza. Así pues, dejé el calor de nuestro apartamento y bajé a la playa, a caminar sus kilómetros y dispuesta a mojarme si llovía.

No llovió.

No llovió y el vaivén de las olas producía un rugido semejante a los coches que se acercan por detrás a toda velocidad, nos sobrepasan y se alejan hasta desaparecer. Si cerraba los ojos, confundía el mar con una autopista. Por eso, no los cerré ni una sola vez. En realidad, ¡quién los cierra ante semejante espectáculo de la naturaleza! Me crucé con cinco o seis personas, nada más, dos de ellas con un perro feliz.

El perro feliz corría de aquí para allá con una gran sonrisa y con la lengua fuera y caída sobre el lado izquierdo de su boca. Era una gozada verle tan contento, jugando a perseguir a una comunidad de pajaritos, de esos pajaritos que caminan velozmente por la arena, con una velocidad sobrenatural y simpática. Era una estampa maravillosa verlos volar a baja altura, justo delante del morro de aquel bello animal, como siguiéndole el juego sin abusar del poder de sus alas. Pero, de repente…

surgió el desencanto.

Surgió el desencanto cuando vi el primer tapón de plástico en la arena. Lo cogí y lo guardé para tirarlo al volver del paseo. Pronto me encontré con otro y con otro y con otro más… y así. El perro aquel seguía en su felicidad, desenvolviéndose muy bien en el inmenso espacio mojado por las olas. Pero yo ya no atendía a sus piruetas, sino que miraba hacia abajo, alucinada por la cantidad de plásticos que la marea había traído o se iba a llevar o las dos cosas.

Un tapón de plástico en la playa de Hossegor (Francia). Foto de Sol Rincón Borobia con iPhone 11.

A la gente sigue sin importarle dejar su basura tirada en la playa, me sorprendí. Resulta increíble, ¿no? Pero así es. Allí estaba la prueba, en aquella magnífica acuarela marina, al alcance de mi mano y para desgracia del momento, de mi momento concretamente. Llené de plásticos uno de los bolsillos de mi abrigo y hubiera llenado mil más. Entre esos objetos mortales para los peces y las aves había un aplicador de tampón, un parche de pirata, dos mecheros y una botella. En total, recogí 181 objetos de plástico, de los que 132 fueron tapones.

Mi regreso se ensombreció.

Si se ensombreció mi regreso al apartamento fue porque ya no me sentía igual que cuando comencé el paseo. Me obligué a no bajar la mirada y a fijarla en el horizonte, a ver si recuperaba aquella maravillosa sensación de caminar por la playa en temporada baja; me obligué a eso aunque me pareció que era como traicionar al mar y a sus habitantes.

La sinfonía de la vuelta se hizo más y más triste. Sobre la arena había tres aves muertas. Dos de ellas, negras y blancas, eran de tamaño mediano, como las gaviotas; la tercera era más grande, de una envergadura propia de una cigüeña, calculé. Su largo cuello se retorcía hacia su barriga, como si se lo hubiera partido en su caída. Un hombre hacía fotos del cadáver y otras dos personas se acercaban a verla. A mí me dio pudor fotografiarla.

Objetos recogidos durante un paseo por la playa de Hossegor. Foto de Sol Rincón Borobia con un iPhone 11.
Botella de plástico en la playa de Hossegor. Foto de Sol Rincón Borobia con un iPhone 11.

Supuse que aquellas aves habrían muerto de manera natural, ley de vida. Pero quién sabe: sobre las olas y sobrevolándolas había muchos pájaros cazando, así que también consideré la posibilidad de que podían haber confundido algún plástico con alimento. Pero eso tampoco lo sé.

Lo que sí puedo asegurar es que el plástico no camina: es trasladado por alguien, arrojado al suelo por alguien, olvidado por alguien. Este es el hecho.

Pero, antes, está la causa del hecho.

Y la causa del hecho de que haya tanto plástico en las playas es la gente repugnante. Gente asquerosa, repulsiva, repelente, guarra.

Vaya este enlace para esta gente, por si acaso va y ¡milagro! cambia su comportamiento: https://es.greenpeace.org/es/trabajamos-en/consumismo/plasticos/como-llega-el-plastico-a-los-oceanos-y-que-sucede-entonces/

Y, sí, el enlace lleva a un texto con datos. Es decir, hay que leer. Pero, ánimo, leer no mata a nadie. El plástico, en cambio, sí.

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