La cita

Aunque todavía faltaban cuatro días para la Noche Buena, la Navidad había llegado a Pamplona hacía varias semanas: los escaparates atosigaban la ciudad sin dar tregua a la reflexión y con la insistencia de una felicidad semejante al esfuerzo que hacían los pamploneses para creérsela; los ventanales de los bares y restaurantes sudaban el vaho más denso del año; y el tráfico, ralentizado, supuraba su mal humor.

La plaza de la Cruz, como una sinécdoque perfecta, condensaba este ambiente navideño en su zona de influencia, donde los árboles de hoja caduca daban por concluida su resistencia, mientras que los de porte perenne persistían en su condición de testigos. Estos últimos competían en altura con el campanario de la parroquia de San Miguel, que en esos momentos difundía su ubicuidad exhalando su melodía de las siete de la tarde, desalentadora de cualquier intento de carnaval o descorche. No parecía, desde esas crestas, que abajo hubiera latidos de cadencia diferente, incluyendo los de aquellos que alzaban la mano o el vaso pidiendo caridad en la escalinata de la iglesia, los de los que se servían filosofía de supermercado en los bancos de la plaza, y los de los que perseguían sus prisas y trastabillaban entre su propia prole. Y es que la altura, injusta, igualaba a vertebrados e invertebrados de anclaje asfáltico, amputaba los despuntes personales y animales, emitía la misma sentencia para todos, se mantenía ajena a los detalles, a los gestos, a los vibratos de carnívoros, herbívoros y omnívoros, manteniendo así la misma consideración que recibía de todos ellos.

Sin embargo, a ras de la gente, todo cambiaba. Las cosas y las no cosas mostraban formas definidas, preparadas para ser recordadas, si es que se querían recordar, y las campanadas de la parroquia de San Miguel, de impar desenlace, no lograban golpear todas las conciencias deseadas.

Cerca de la plaza, en el rincón más alejado de la puerta de un bar, J.J. comenzaba a echar en falta el aire frío que, de vez en cuando, como una tentación, se colaba en el interior. Esperaba de mala gana, encajado en aquel vértice, jugando con la fantasía de retroceder aún más en caso de necesidad, atravesando la pared del almacén y todas las paredes de los edificios contiguos, hasta llegar a su casa, a un par de manzanas de allí.

En el local se acumulaba un humo imaginario que atosigaba sus pulmones y le impedía ver con nitidez las caras de los demás. Calculó que habría algo más de doscientas personas, y otras tantas de camino. El personal de la barra sudaba mientras atendía a la clientela, y la puerta del almacén, justo a su lado, permanecía abierta de par en par para facilitar la salida de mercancía. Se sentía incómodo por ocupar una mesa él sólo, y en sus pies, ya de puntillas, percibía la recta final de su paciencia.

Pero su cita apareció de repente, en un descuido, y se sentó de golpe frente a él, repartiendo frío y perfume a su alrededor. 

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